domingo, 21 de mayo de 2006

SIGUE CORRIENDO (2ª parte)

Vivían de lo que robaban, de todo aquello que podían forzar, estafar, tirar, engañar y tomar en un descuido. Hubo días que durmieron en la calle y pasaron hambre, pero también hubo otros en los que tuvieron el techo de una pensión sobre ellos, que los albergó para frugales banquetes. Alguien, en un alarde de originalidad, los bautizó como los Bonnie y Clyde de Carabanchel. Por debajo de la M-30 y más allá incluso de Usera todo el mundo sabían quiénes eran.
Ellos dos, por su parte, pronto aprendieron todos los trucos posibles, todas las argucias: desde los cambios de turno de los centros comerciales hasta la puerta por la que era mejor entrar y cuál era también la mejor salida de los supermercados, los hábitos de los vigilantes, de los tenderos, el momento en el que había más gente en las tiendas de ropa de moda para pillar una cazadora de piel y salir corriendo con ella, antes de que pudiera reaccionar el segurata, avisado por los dispositivos sonoros de alarma. Como aquella tarde en la que los vi huir del Hipercor a toda prisa: sabían por qué calle desaparecer, en qué esquina respirar o en qué boca de garaje esconderse.
Apretaban contra su pecho lo que demonios hubieran robado (una caja de galletas danesas, un paraguas, unos zapatos, aquel foulard rosa que a ella tanto le gustaba). Los perdí de vista al volver la esquina, y el resto es una historia que el boca a boca no ha tardado en hacer circular. Hay quien dice que él vio venir el coche y hay quien dice que no. Hay otros (de los primeros) que también son capaces de jurar que él se interpuso para que no atropellara a la muchacha, pero no falta quien asegura que el coche lo atropelló sin que pudiera reaccionar.
La cuestión es que en ese momento ella iba por delante y comprendió lo que había pasado. Aquello lo habían contemplado ya en sus planes, y tenían hablado que el otro, en todo caso, nunca se detendría ni se volvería a recoger al que hubiera caído. Era una cuestión de pragmatismo, y así lo hizo la muchacha. Pero no por este acuerdo, ni por una reflexión fría, sino porque sus piernas corrían más rápidas que su cerebro, que no había tenido tiempo de recordar lo pactado, y más rápidas aún que su corazón, que negaba los sonidos que había escuchado, el frenazo, el nefasto golpe seco, el crujido metálico de unos huesos que se rompen y el de un cristal que desgarra la carne. No quiso mirar hacia atrás, convencida de que, cuando llegaran a su esquina, él estaría ahí, sonriendo y asfixiado, seguro, con el foulard rosa que a ella tanto le gustaba agarrado con fuerza. Pero cuando llegó a la esquina, no se detuvo. Siguió corriendo, y corrió una manzana, y corrió otra manzana más, y entonces se dio cuenta de que llevaba llorando un rato y que la velocidad le había escurrido las lágrimas hasta la comisura de los labios, en la que ya notaba su sabor salado.

1 comentario:

Anónimo dijo...

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