jueves, 27 de abril de 2006

El rey del barrio

Hubo un tiempo en que nuestro barrio se movía al ritmo de tu flequillo, y la moda era la que tú marcabas con los cortes de pelo más arriesgados. Era una época en la que todo se cocía en torno a la barbería. Fuiste el primero en conducir, con la ventanilla bajaba, mientras los demás nos resignábamos a seguir el rastro de tu música a todo volumen. Eras el que más goles marcaba, y fuiste también el primero de todos al que la policía detuvo. Pero, tranquilo, tu padre, a pesar de su mal genio y su lengua sucia, era el presidente de la asociación de vecinos. Fuiste el primero en tirarte a la mayor de aquellas dos hermanas, las de tetas grandes y labios carnosos. Nadie te tosía, todos te respetaban y tu fama llegaba más lejos que tú. Luego dejaste embarazada a tu chica. Te casaste con ella y un tío tuyo te buscó trabajo en una fábrica.
Entonces, no sabrías decir cuándo, todo empezó a ir mal. Ella resultó no ser tan buena en la cocina como en el asiento trasero de un coche. En el trabajo no soportabas las voces que te daba un jefe que se creía el rey de una fábrica a la que estaba condenada la escoria de la ciudad. Los viernes, terminabas la semana tan cansado que ni siquiera pensabas en jugar al fútbol. Los chicos ya no iban por el bar en el que os veíais siempre. Se lo pasaban mejor fumando chocolate en el parque o durmiendo todo el día, así que el bar cerró. Tu peluquero se cambió de barrio, harto de que le rompieran el cristal de la puerta. Tuviste que ir a beber cerveza en otro bar, rodeado de viejos y jubilados. Volvías a casa borracho y te quedabas dormido en el sofá. Parecías una peli de Scorsese en el extrarradio. Poco a poco la vida te atrapó y te convirtió en una persona normal. Ayer, sin ir más lejos, descubriste que tu mujer (la de labios carnosos y tetas grandes) se había enganchado a la coca y, para pillar gratis, se follaba al moro que le pasaba. En vez de ajustarle las cuentas, te pusiste a llorar imaginándote la escena, con el cochecito de la niña al lado de la cama.

martes, 25 de abril de 2006

¿Vienes a la cama, cariño?

Carolina aún olía a ducha cuando entró en el dormitorio. Iba envuelta en una toalla y desnuda de cintura para arriba. Carlos levantó la mirada del libro que leía y espió sus pechos. Luego, bajó los ojos otra vez al libro. Perdemos algo cuando regañamos con aquellos que nos lo han dado… Por el rabillo del ojo sintió a Carolina frente al armario, moviendo ropa, abriendo algunos cajones. …y no queremos ya que nada nos lo recuerde. Cerró las puertas. Carlos volvió a levantar los ojos: había sustituido la toalla por una de sus braguitas color carne para dormir y los pechos los tapaba una camiseta ancha que le robaba por las noches. Carlos siguió con Freud. O también cuando se desvanece el afecto que teníamos a tales objetos… Carolina abría cajones de la cómoda, bajaba la cabeza hacia el interior para buscar algo, levantaba los juegos de sábanas y la ropa que guardaba en ellos, y los volvía a cerrar. Carlos encendió la luz del techo por si le servía de algo. … y queremos reemplazarlos por otros más o menos mejores. Inquieta, también miró en las dos mesitas de noche, una a cada lado de la cama, una para cada uno de ellos. Entonces salió de la habitación. Mientras leía, Carlos siguió el sonido de sus pasos descalzos. Quince o dieciséis, tal vez diecisiete: había ido al baño. En efecto, escuchó a Carolina abrir la puerta. A esta misma actitud con respecto al objeto responde también el hecho de dejarlo caer, romperlo o estropearlo. En el tiempo que estuvo en el baño, Carlos llegó a un párrafo de la siguiente página. … y, sin embargo, no son tan raros los casos en que las circunstancias concomitantes de una pérdida… Carolina volvió a la habitación y se sentó a los pies de la cama, cansada de su infructuosa búsqueda. …revelan una tendencia a alejar provisionalmente o de un modo durable el objeto de que se trata. Carlos cerró el libro y se irguió un poco hacia ella. Iba a preguntarle qué es lo que buscaba, pero fue Carolina la primera en abrir la boca:
- ¿Has visto los condones?
Carlos se lo pensó un segundo, y se volvió a echar hacia atrás:
- No, creía que los guardábamos en tu mesita de noche.

sábado, 22 de abril de 2006

GUARDAR LA MEMORIA / 3ª parte

¿Y si comenzamos a perder la memoria, a confundirla, a mezclar sucesos que nunca pasaron, que estuvieron a punto de pasar, o que, simplemente, hemos inventado? ¿Qué queda de nosotros, de nuestra vida, de lo que hemos sido si miramos a los ojos de nuestros hijos o de nuestra mujer, y nos resultan desconocidos? ¿Qué es lo que somos entonces, puesto que ya no tenemos una memoria o unos recuerdos, nuestros verdaderos nombres y apellidos? Quizá por eso nos da tanta pena esos ancianos postrados en una cama, que miran al techo, al vacío, que apenas pueden hablar ni articular una palabra, y que, cuando lo consiguen, es para confundir los nombres de sus hijos, de sus nietos y hasta los de su mujer, que ve como el hombre con el que se casó, con el que ha compartido toda su vida, cae en un saco de olvido, del que ya nunca saldrá por mucho que le hable y trate de hacerle recordar un tiempo lejano, en el que los dos eran la envidia del pueblo por lo bien que él bailaba los pasodobles en las fiestas. Ahora sólo es una cáscara vacía de recuerdos que la enfermedad ha consumido, un espectro de huesos que ya no parece el hombre fuerte y robusto que un día fue. Nos da imiedo esa imagen de fantasmas en vida. Queremos, por eso, agarrar recuerdos y tenerlos bien cerca, almacenados en orden, para cuando nos llegue el momento a nosotros, sentirnos seguros de que nada se nos olvidará. Guardamos la memoria no por otra cosa sino por miedo.

jueves, 20 de abril de 2006

GUARDAR LA MEMORIA / 2ª parte

Llenamos nuestro puesto de trabajo con fotos de nuestros hijos, de nuestros padres o de nuestros amantes, coleccionamos las servilletas de papel de los restaurantes en los que comemos, las entradas de los museos que visitamos tres o cuatro veces al año, las de los cines, siempre que se traten de películas dignas de recordar, rebosamos álbumes con nuestras fotos de la universidad, incluso las malas (en las que salimos de espaldas o desenfocados) para tener la prueba de que también fuimos jóvenes, como otras imágenes de excursiones y reuniones, que se pierden en cajas de zapatos, las de un concierto inolvidable del que sacamos cientos de fotos, las de un partido crucial para la historia del deporte, del que podremos decir que estuvimos allí porque hay imágenes que lo demuestran, porque las tomamos con nuestra cámara digital, ese prodigio que nos permite de una forma fácil y cómoda (nada del engorro de llenar cajas y álbumes con fotos en papel) guardar trescientas, seiscientas, mil fotos de un mismo evento, elevar los recuerdos al máximo exponente. La memoria se hace algo tan material, tan perceptible que, como la casa o el trabajo, nos empeñamos en protegerla, en guardarla. ¿Por qué? Porque nos hace sentirnos seguros. Pero, ¿qué pasa cuándo la memoria falla y no recordamos? ¿Somos las mismas personas sin nuestros recuerdos?

martes, 18 de abril de 2006

GUARDAR LA MEMORIA / 1ª parte

La gente tiene cada vez más miedo a perderlo todo. Miedo a perder su casa, su familia, su trabajo, su dinero. Miedo a que alguien venga y se lo quite. ¿A qué se debe, si no, la fiebre por la seguridad en nuestros días? Seguridad con la que, por cierto, no queremos protegernos a nosotros mismos, sino nuestras cosas. Pero también hay otra cosa que tememos perder: la memoria. No me refiero a olvidar una cita o la lista de la compra. Me refiero al temor que tiene todo ser humano de perder sus recuerdos, sus vivencias y sus historias. El miedo a no tener pasado y, seguramente, tampoco futuro, a ser un ente vagabundo sin nada, ni un solo recuerdo con el que sostener su memoria como individuo. No hay nada más que ver el empeño de la gente (ayudada por la tecnología cada vez más precisa) en guardar todos los recuerdos sensibles de convertirse en memoria. Vídeos, fotos, grabaciones, fetiches… Todo se guarda, todo se acumula y se lleva siempre presente donde quiera que nos desplacemos. En esta sociedad en la que todo cambia tan rápido, en la que las noticias estallan y se olvidan con la velocidad del ADSL, queremos cosas que permanecen, que sabemos que tenemos porque las hemos vivido, y eso nadie nos lo podrá quitar salvo si lo olvidamos. Así que nos empeñamos en no olvidar, guardar la memoria.