sábado, 22 de abril de 2006

GUARDAR LA MEMORIA / 3ª parte

¿Y si comenzamos a perder la memoria, a confundirla, a mezclar sucesos que nunca pasaron, que estuvieron a punto de pasar, o que, simplemente, hemos inventado? ¿Qué queda de nosotros, de nuestra vida, de lo que hemos sido si miramos a los ojos de nuestros hijos o de nuestra mujer, y nos resultan desconocidos? ¿Qué es lo que somos entonces, puesto que ya no tenemos una memoria o unos recuerdos, nuestros verdaderos nombres y apellidos? Quizá por eso nos da tanta pena esos ancianos postrados en una cama, que miran al techo, al vacío, que apenas pueden hablar ni articular una palabra, y que, cuando lo consiguen, es para confundir los nombres de sus hijos, de sus nietos y hasta los de su mujer, que ve como el hombre con el que se casó, con el que ha compartido toda su vida, cae en un saco de olvido, del que ya nunca saldrá por mucho que le hable y trate de hacerle recordar un tiempo lejano, en el que los dos eran la envidia del pueblo por lo bien que él bailaba los pasodobles en las fiestas. Ahora sólo es una cáscara vacía de recuerdos que la enfermedad ha consumido, un espectro de huesos que ya no parece el hombre fuerte y robusto que un día fue. Nos da imiedo esa imagen de fantasmas en vida. Queremos, por eso, agarrar recuerdos y tenerlos bien cerca, almacenados en orden, para cuando nos llegue el momento a nosotros, sentirnos seguros de que nada se nos olvidará. Guardamos la memoria no por otra cosa sino por miedo.

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